La sinodalidad –el caminar juntos como iglesia al encuentro del señor– está en dar la bienvenida, en el saludo, en el respeto mutuo, en el dialogar y escuchar, y luego, en el pasar a la acción. Dialogar para conocernos; escuchar para aprender. Dialogamos y escuchamos para reconocer que tenemos carencias, para planear opciones, y aplicar soluciones.
Dios, en su plan misericordioso , nos espera, nos saluda, y nos escucha. Él nos habla con respeto mientras nos plantea el camino a seguir y nos da las herramientas necesarias y su compañía para que crezcamos, progresemos y encontremos el verdadero camino de la vida.
La sinodalidad no es alterar, cambiar o modificar el plan de Dios. ¡No! Es, más bien, encontrar la mejor forma de aplicar y vivir su plan en nuestras vidas. El plan de Dios no es una fórmula mágica sino un proceso que tiene en cuenta nuestras debilidades para que, poco a poco y con paciencia, nos vayamos fortaleciendo y sanando. La opción que el Señor nos ofrece depende de la sinceridad con la que le presentamos nuestra realidad, heridas, fragilidad, y humanidad.
Nuestras carencias –nuestros desaciertos– son una realidad que nos ayudan a aceptar que es necesario descubrir nuestra humanidad –la voz silenciada de nuestra espiritualidad– para reconocer que hemos sido creados para un fin sobrenatural y trascendente: Dios.
Como seres humanos, debemos alegrarnos porque poseemos el tesoro de la semilla de la eternidad: el anhelo por Dios. Esta semilla sólo puede fructificar cuando nuestro corazón es tratado con Amor: el Amor del que nos creó. Para que esto pase, necesitamos vivir esa sinodalidad en la oración, en ese encuentro íntimo con Dios donde la soledad desaparece y se transforma en alegría, luz, y Amor. Es ahí donde, a través del diálogo y la escucha, el Señor nos revela el plan pastoral para nuestro corazón y para nuestra vida. Un plan que no busca complacernos sino amarnos, y que nos lanza a la bella aventura de vivir de acuerdo con el proyecto del Creador. Dios busca nuestra realización como seres humanos –creados por amor a su imagen y semejanza y llamados a irradiar esa imagen– para que verdaderamente podamos disfrutar, cuidar, y proteger la obra que nos confió.
Todo lo que va en contra del Amor –el pecado– va en contra de Dios, que es Amor. Nuestra vida es obra y fruto de quien es Amor y el Amor sólo se lo descubre cuando se abre el corazón a Él. El Amor nunca se impone; el Amor invita y espera, da la bienvenida, escucha y habla, revela el plan y ofrece su compañía, no para abrumarnos o confundirnos, sino para fortalecernos. Así es la sinodalidad de Dios: Amor que respeta nuestra libertad, que nos respeta a nosotros. Es este espacio de respeto donde encontraremos al Señor.